Lourdes Almada vive en el barrio Ejército de los Andes y lleva a sus hijos al Programa de Desarrollo Infantil "Casa del Niño". Allí encontró contención y acompañamiento en un momento difícil. Una historia de lucha por amor a sus hijos.

Lourdes recuerda sus primeros años de vida junto a su hermano Gilberto en Ibycuí, Paraguay. Sus manos chiquitas y cansadas en la tierra, recogiendo mandioca, porotos y algodón. Tenían cinco y seis años. Vivían con su abuela paterna, mientras su mamá trabajaba a tiempo completo en una casa de familia en Ciudad del Este. “Cosechábamos con el sol arriba de la cabeza. Después pelábamos la mandioca y a eso de las cuatro de la mañana nos levantábamos a hervirla”.
Cuando cumplió siete años, su mamá fue a buscarlos. A partir de ese momento, fueron a vivir a Ciudad del Este y al tiempo nació su hermano, Daniel. A los trece, Lourdes empezó a trabajar cuidando a una beba en la casa de una amiga de su mamá. “Hicimos de todo. Como estábamos cerca de la frontera con Brasil, de ahí traíamos ropa, zapatillas, gallinas. También juntábamos plástico, cartón y aluminio de un basural para vender”, recuerda.
Cuando cumplió dieciséis, comenzó a trabajar en una casa de familia. “Al principio no me querían. De a poco los fui conquistando, les tenía paciencia a los chicos, limpiaba y ordenaba la casa muy bien. Me quisieron muchísimo”. Dos años después, conoció al papá de Fernando (12), Carlos (11) y Mateo (10). Siguió trabajando en casas de familia y hospedajes. Después llegó Fredy (7). Al tiempo, se separó y vino a trabajar a la Argentina con su hermano, Daniel. “Yo estaba sola con ellos y no quería dejarlos. Fredy tenía sólo cuarenta días. Me vine llorando todo el camino y también pensando en un futuro mejor para ellos”. Los chicos quedaron al cuidado de su madre.

La realidad con la que se encontró al llegar al país no se parecía a lo que le habían dicho. “Vine a trabajar en casa de una familia que tenía carnicería. Apenas entré, me descontaron todo lo del pasaje y los viáticos. Me quedé sin nada”, relata. Su rutina arrancaba a las seis de la mañana y terminaba a las diez de la noche, con una hora de descanso. En la casa y en el local era la encargada de cocina, limpieza y atención de los clientes. “No daba más, estaba muy sola y extrañando siempre”.
Me acuerdo un día, desesperada, diciéndome: ‘¿Dios por qué a mí?’ Ahí se me presentaron las caras de mis hijos. ‘Si yo no estoy, ellos no tienen a nadie’, me dije.
Lourdes se puso nuevamente en pareja y decidió dejar la carnicería. “Todo iba bien, confié en él. Le conté mi historia, que yo quería estar con los chicos”, explica. Empezó a hacer trabajos de costura, limpieza por hora y cuidado de abuelos. “Un día me levanté y dije: ‘¡No aguanto más!’, y me fui a Paraguay por dos meses”. Estuvo con sus hijos un tiempo y, con la esperanza renovada, volvió. “Yo me repetía que algún día los iba a traer. Estaba muy dolida, presionada por todos, pero quería traerlos cuando tuviera una buena situación acá, no a sufrir”. Al poco tiempo de volver, Lourdes se enteró que estaba embarazada de Bruno (4). “Al dejar a Fredy bebé, sentí que me quedaba con los brazos vacíos. Ese dolor me acompañó mucho tiempo. Cuando me enteré que venía Bruno, dije: ‘Sí’”.
La situación empezó a empeorar con discusiones, maltrato y reproches. “Yo había dejado de trabajar, dependía de él que no tenía un trabajo fijo y venía siempre tomado. Muchos insultos, amenazas, control. Yo vivía amargada, mi mamá me pedía que le mande plata y yo juntaba las moneditas para mandarle.”

Cuando Bruno cumplió un año y medio, Lourdes volvió a Paraguay, pero su pareja no la dejó llevarlo. Hizo las documentaciones para los chicos y los trajo a la Argentina. “La situación de pareja se puso mucho peor, se vino el calvario. Me acuerdo un día, desesperada, diciéndome: ‘¿Dios por qué a mí?’ Ahí se me presentaron las caras de mis hijos. ‘Si yo no estoy, ellos no tienen a nadie’, me dije. Algo en mí me repitió: ‘Dios te quiere, de esto vas a salir’”, comparte emocionada.
En el 2016, Mateo arrancó apoyo escolar y psicopedagogía en la Casa del Niño. Para ese entonces, no reconocía las vocales y tenía dificultades en el aprendizaje. “Los chicos llegaron todos hablando un guaraní muy cerrado, yo no sabía cómo íbamos a hacer. En menos de un año aprendieron el castellano. Igual no pierden el guaraní, cuando juegan lo hablan”, relata. Luego conoció a Romi Sacchet, encargada del Equipo Social, y empezaron a encontrarse y compartir. “Yo nunca había podido abrirme con nadie y con ella hablé, lloré, todo junto. Tiene algo, su calidez, no sé. Le conté que estaba buscando un lugar para vivir y me dijo que desde Casa del Niño podían darme un préstamo para alquilar algo”, cuenta.
En Casa del Niño encontramos acompañamiento, personas valiosas. Aprendí mucho, me fortalecí, me siento bendecida, sin miedo.
Con la ayuda de Caro Antón, voluntaria del equipo, comenzaron la búsqueda. No fue fácil: en la mayoría de los lugares no aceptaban chicos. “Yo quería cualquier cosa con tal de irme. Le conté a Caro de una pieza que me recomendó una amiga y, sin decirle a nadie más, empezamos a llevar de a poco las cosas”, explica. Terminaron de mudarse con ayuda de un amigo.

“Estamos apretaditos pero muy contentos”, dice Lourdes con una sonrisa. Fer, Carlos, Mateo y Fredy van a la escuela y Bruno, al jardín. Comparten el tiempo entre el Centro Educativo Complementario (CEC), el club Patria y la Casa del Niño. Lourdes trabaja en limpieza en un colegio de Capital y en la casa de una señora del barrio a quien quiere mucho. “Nos costó mucho aceptar que estábamos solos, sin nadie que nos gritara. No podía creer lo que había hecho, ser capaz de elegir mi tranquilidad y la de mis hijos”, cuenta con orgullo.
De los momentos más lindos, Lourdes elige esos en los que están todos juntos, ella preparando chipa y los chicos jugando, a veces peleando en guaraní. “Estamos asimilando todo lo que nos pasó, disfrutando, conociéndonos más. En Casa del Niño encontramos acompañamiento, personas valiosas. Aprendí mucho, me fortalecí, me siento bendecida, sin miedo”.
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